Hoy hace muchos días, varios meses y algunos años, salí a hacer algún "mandado" a la zona 1. Cuando venía de regreso en la ruta
101, sobre la 10ª. avenida entre la 17 y 16 calle, mientras el piloto hacía una improvisada y eterna "parada", me llamó la atención una cara que destacaba entre los transeúntes. Ojos claros, profundas patas de gallo. Recién colgaba
el auricular de un teléfono público.
Camisa color zapote impecablemente
planchada, corbata y pantalón que hacían juego. Tal vez vendedor. ¿Tal vez
vendedor de seguros funerarios?. Tal vez vendedor desempleado.
Lo que más llamó mi atención fue
su sonrisa. Era un extraño gesto. Temor, desesperación, imploración. Era todo
menos sonrisa. Blandía un billete de un quetzal y al parecer, pedía sencillo a
los peatones. La mayoría lo veía con desdén y negaban con la cabeza. Los
grandes ojos cafés buscaban suplicantes y el resto del cuerpo parecía no
responder a esa desesperación. Su paso era más bien lento y sus maneras delicadas.
Palpé en mi bolsillo y noté una
moneda de un quetzal. Reflexioné. El hombrecillo estaba demasiado lejos. El
bus, demasiado lleno; mi asiento, demasiado cómodo; mi vejiga, demasiado llena.
Recordé. No tenía saldo en el celular y en cuanto bajara del bus, necesitaba
hacer una llamada. No querría quedar
allí varada suplicando con una sonrisa postiza.